Opinión

Una cápsula de vanidad

Por Juan José Rodríguez Prats

Uno se revivifica cuando nos hacen sentir que tenemos alguna valíaervar la autoestima.


El respeto al deber honra la vida.

Legión de honor nacional de México.

Como dijera el clásico, no es por presumir, pero déjenme contarles. El pasado 5 de octubre fui distinguido conjuntamente con 14 profesionistas en una solemne ceremonia, como miembro con la venera correspondiente, de la Legión de Honor Nacional de México. Su presidente, Juan Carlos Sánchez Magallán (hombre de gran bonhomía), nos dio la bienvenida. Mi profunda gratitud por tan relevante reconocimiento. El evento amerita algunas reflexiones.

Los recipiendarios tenemos profesiones y actividades diferentes ¿Qué similitud la Legión percibió en todos nosotros para otorgarnos tal presea? Aventuro una respuesta.

Al iniciar lo que podríamos denominar el último trayecto de nuestra vida, uno sufre una metamorfosis (cuando menos, ése es mi caso) al trasladarse los ojos a la nuca. Uno ve hacia el pasado y hace el cotejo entre el currículum vitae con el contenido de lo que sería la oración fúnebre. Ese ejercicio de congruencia (o sea, para qué nos preparamos, qué nos propusimos y qué logramos), de coherencia (si hubo una continuidad e identidad en nuestras conductas y actitudes), de convergencia (afinidad entre ideales y desempeño cotidiano) para determinar si hay un saldo acreedor. Los miembros creo que así lo ponderaron. Es difícil justipreciarse, o uno se sobreestima o, por el contrario, se subestima. Con cierta benevolencia, que agradezco reiteradamente, se consideró que había razones para otorgar el premio.

El honor consiste en fijarse y cumplir deberes: cuidar el nombre, respetar la palabra, preservar la autoestima. Es muy complejo parecerse a lo que uno debe ser. El poeta Carlos Pellicer decía en uno de sus poemas: “Es difícil ser bueno, hay que ser héroe de nosotros mismos”.

El reto es mayúsculo. Uno de mis héroes, Dietrich Bonhoeffer, un pastor evangélico judío, que fue encarcelado y ejecutado en 1945, escribió cartas y apuntes desde el cautiverio. Ahí se hace una pregunta: “¿Aún somos útiles?”. Responde con una autocrítica feroz: “Hemos sido testigos de actos malos; estamos de vuelta de todo; hemos aprendido el arte del disimulo y la palabra ambigua, la experiencia nos ha enseñado a desconfiar de los demás. A menudo hemos privado a nuestro prójimo de la verdad o de una palabra libre que le debíamos. Insoportables conflictos nos han reblandecido o nos han hecho quizá cínicos”. Después de estos duros reclamos repite la pregunta: “¿Somos aún útiles?”. Y responde: “Lo que necesitamos no serán genios, ni menospreciadores del ser humano, ni sagaces tácticos, sino personas sencillas, humildes y rectas”. Agrego el poema de José Saramago: “Somos la memoria que tenemos/ Y la responsabilidad que asumimos/Sin memoria no existimos/Y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir”.

Estamos viviendo uno de los momentos más difíciles de las últimas décadas en lo nacional y en lo mundial. Nuestra transición tan cacareada hacia una democracia, devino en sucesión de nuestros peores males. Se ciernen peligros a nivel global. El siglo XXI o se preña de espiritualidad y renace con ideales o no será. En alguna parte leí: “Por espiritualidad se entiende, la coordinación habitual de los hechos de la vida de un hombre, que deriva de sus juicios últimos y objetivos y de sus decisiones fundamentales”.

Uno se revivifica cuando nos hacen sentir que tenemos alguna valía. En los tiempos que vivimos de “radicalización acumulada” actos de concordia son un alivio y un estímulo para resistir y perseverar. También son un compromiso. Una de mis heroínas, la parlamentaria española Cayetana Álvarez de Toledo manifestó que ella deseaba un epitafio: “Por ella no quedó”. El propósito noble y ético de cada uno de nuestros oficios profesionales, debe trascender. Tiene que ser la impronta de nuestra existencia. Parafraseando a la distinguida catalana: “Que por nosotros no quede”.