Opinión

La ley

Por Juan José Rodríguez Prats

Donde hay sociedad hay derecho, solían expresar los juristas romanos.


Puedes degenerar convirtiéndote en un bruto irracional

o elevar tu especie a la altura de los seres celestiales

de acuerdo a tus deseos.

 Juan Pico de la Mirandola

El siglo XXI transcurre con un tema recurrente: ¿cómo ejercer el poder? Los gobernantes tendrían que ruborizarse. Con siglos de dolorosas y exitosas experiencias, hoy, de nuevo, cuando ya debería haber claridad en fines y medios, el debate se recrudece. Humildemente aporto una elemental reflexión.

El Estado de derecho no es una opción entre varias o una ideología a elegir. Es el sustento mismo de una sociedad organizada. Es la circunstancia que debe prevalecer para que las personas puedan desarrollarse en plenitud o, como bien lo expresa la Declaración de Independencia de Estados Unidos, tener el “derecho a la búsqueda de la felicidad”.

Donde hay sociedad hay derecho, solían expresar los juristas romanos. Hans Kelsen agregó un requisito: tiene que alcanzar un mínimo de positividad; es decir, acatamiento. Evidentemente, no puede ser absoluta, pero sí la necesaria para ser considerada una auténtica norma jurídica. En otras palabras, que, al leer los códigos, identifiquemos lo que acontece.

En mis remotos años juveniles, alguien de buena fe, dado mi anhelo de estudiar leyes, me recomendó leer nada menos que la Filosofía del derecho, de Georg Wilhelm Hegel, con prólogo de Carlos Marx. Imagínese usted tamaño despropósito. Con temeraria osadía emprendí la fastidiosa tarea y me encontré la frase: “Lo que es racional es efectivamente real y lo que es efectivamente real es racional”. Tremendo conflicto. La frase me cercenó el cerebro. ¿Cómo descifrar tan complicado galimatías? Entre más preguntaba, menos lo entendía. Años después, cuando me inicié en el estudio del derecho, empecé a percibir que un sistema jurídico (y político también) es un intento de racionalizar la realidad, de corregir lo que se percibe como incorrecto. Ahí iniciaban otros dilemas: ¿cuáles son los fines del derecho?, ¿qué valores debe proteger?, ¿es posible, objetivamente, definir esos principios?

Esos son los temas a los que filósofos y juristas de todos los tiempos han dedicado profundas y prolongadas reflexiones. En nuestro caso, diría que nuestros ordenamientos tienen una enredada mixtura que los hacen ambiguos y abigarrados. Bastaría asomarnos hoy al Poder Judicial, en todos sus niveles, tanto federales como locales, para confirmar que ahí se celebran diversas operaciones que difícilmente pueden asumirse en el elemental afán de hacer justicia.

La globalización es irreversible, por lo tanto, la homogeneización de los derechos de las naciones es inevitable. Observe usted cómo en nuestro país vecino se juzga a personajes mexicanos por hechos acontecidos en nuestro territorio. O bien, al embajador estadunidense haciendo el papel de litigante ante distintas instancias para defender a sus connacionales al ver sus intereses amenazados.

Focalizo algunos casos que, me parece, van a repercutir en el derecho y la política.

Muchos libros se han escrito sobre el populismo; lo definen, analizan casos, encuentran similitudes e inclusive recurren a estudios sobre caracteres y personalidades. Encuentro una generalidad: los líderes populistas son enemigos de las leyes. No aceptan ninguna limitación a su poder. Son especialistas en buscar rendijas y subterfugios para concentrar poder. Por ello, hay que celebrar algunos hechos recientes. Cada vez aflora más que los actos ilícitos cometidos por Richard Nixon palidecen frente a los excesos de toda índole provocados por Donald Trump. Vladimir Putin es un claro ejemplo de atropello al derecho internacional y a los derechos humanos. Boris Johnson hace esfuerzos para permanecer en el cargo a pesar de sus desplantes de soberbia. En Perú, Pedro Castillo tiene sus días contados como presidente, por frivolidad y corrupción.

Hay más casos, pero, frente al pesimismo, me anima Hegel: la realidad es racional.