Opinión

La contrarreforma suicida

Por Juan José Rodríguez Prats


¿Cuál debe ser el contenido de una Constitución? Según el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre (1789), “la sociedad, en lo que no esté establecida la garantía de los derechos ni determinada la separación de poderes, carece de constitución”.

De lo anterior se infiere lo que en la carrera de Derecho se enseña como la parte dogmática y la parte orgánica.

También a fines del siglo XVIII se elaboró la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica, que regula el acta de independencia de 1776. Considerada la más exitosa, con más de 230 años de vigencia y que sin duda es una de las causas que explican el desarrollo de ese país y su sólida vida institucional. Inicia con la expresión: “We the people” (nosotros la gente); siete artículos, 27 enmiendas (en promedio una cada ocho años y medio), 8,300 palabras. Puede señalarse a este documento jurídico como ejemplo de observancia y positividad, como suelen decir los juristas.

A eso debe remitirse el más importante texto de un sistema jurídico. Nuestro Constituyente de 1823-24 tomó como modelo lo hecho por nuestros vecinos. Sin embargo, desde entonces, pero sobre todo después de la Revolución y más aún en los últimos años, llamados de la transición democrática, la hemos modificado en más de 700 ocasiones. En nuestra ley fundamental cabe todo, desde ocurrencias, mentiras, promesas o la peor de las demagogias, la que se hace con la ley. El sexenio anterior la dejó en más de 110 mil palabras, incluyendo los transitorios que, si se analizan, resulta que no son tales. El gobierno actual va a un ritmo que seguramente la convertirá en una de las más voluminosas del mundo.

Se da como explicación que, al incorporarse una reforma a nuestra ley más importante, tendrá mayor relevancia y respetabilidad. Pues no. Si se leen sus 136 artículos y se cotejan con la realidad, se percibe una brecha abismal, que para nuestra desgracia se ensancha aceleradamente.

Hablemos de la cacareada reforma en materia de electricidad. Las empresas que otorgaban el servicio, en una reunión con el Presidente Adolfo López Mateos, le solicitaron un aumento de tarifas, las cuales fueron autorizadas después de la estatización. El titular del Ejecutivo declaró (El Universal, 01/07/1960): “Nuestra Constitución es (…) de origen popular de izquierda, mi gobierno es, dentro de la Constitución, de extrema izquierda”.

Con estos antecedentes, y en un afán de imitar a Lázaro Cárdenas, le solicitó al secretario de Hacienda estudiar la expropiación de las plantas. Antonio Ortiz Mena, para no agravar las relaciones con la iniciativa privada, lo persuadió para comprarlas. Así se hizo, lo cual no satisfizo al presidente, que anhelaba un acto de mayor relevancia. Vino entonces la reforma al artículo 27 constitucional para regular el otorgamiento de un servicio público, habiendo una ley específica para el caso, la Ley del Servicio Público de Energía Eléctrica. Posteriormente, a inicios del gobierno de Miguel de la Madrid, se incorporó un término tabú al que frecuentemente se alude, pero no se define: “estratégico”.

Ni en petróleo ni en electricidad ha dejado de haber, desde siempre, inversión privada, con los esquemas más favorables para la obtención de ganancias y con prácticas ya rutinarias de corrupción. El Estado no puede solo, eso es evidente.

Napoleón decía que cuando veas a tu adversario cavar su tumba, no lo interrumpas. Esa sería una actitud irresponsable de la oposición, en lugar de dar preeminencia al interés nacional.

El sector energía en su conjunto es el más delicado y el mayor reto en el siglo XXI. El gobierno debe tener amplias atribuciones en el marco del derecho administrativo para enfrentarlo. Tenemos la única constitución en el planeta que protege al Estado de los particulares. Es hora de entender lo que la realidad reclama.