Opinión

Una vida inútil

Por Alejandro Mier


Clementina nació prematura y con una deficiencia en la columna que le impedía andar. Aunque tenía sensibilidad en las piernas, la precaria condición económica de sus padres no les permitió una revisión médica a fondo y por ello jamás fue a la escuela, jamás caminó. Desde pequeña su única diversión era ver a través de la ventana como jugaban los niños y aunque nunca se lo dijeron así, ella en el fondo sabía que después de que nació mal, sus papás no quisieron volver a saber de embarazos por lo que no tuvo hermanos con quien compartir, pelear, jugar, amar o simplemente acompañarse.

Su vida era un desperdicio, nunca pasó nada e incluso más de una vez llegó a pensar en el suicidio al no encontrarle sentido a su existencia. Se sabía una carga, pero más que eso, segura de tener una vida inútil. La única manera de sentirse bien era cocinando; preparaba uno que otro guiso, sobre todo alubias, el platillo que más le festejaban sus padres.

Como cada mañana, en ese nublado amanecer de octubre, don Lucho, su padre, se marchó a realizar el trabajo de plomería de la fábrica que lo tenía contratado temporalmente; la paga no era buena y aún así lo mantenían ocupado hasta entrada la noche, pero ni modo, había que llevar el sustento a casa. Soraya, su madre, ayudaba en lo que podía aseando dos casas de una lejana colonia residencial que atendía desde años atrás. Ya estaba cansada, pero no le quedaba de otra.

Tenía un rato mirando por la ventana cuando escuchó un ruido. Por un instante pensó que era los frijoles que ya estaban hirviendo, pero al dudarlo, ladeó un poco la cara para aguzar el oído y se llevó tremendo susto al percibir como violaban el cerrojo de la puerta de la cocina que daba al zaguán. Se volteó para rodar su silla hacía allá, pero no hizo falta, delante de ella, a escasos dos metros, estaba un individuo de pié. Fue tal el pánico que sintió Clementina que

el grito se le sofocó en la garganta y como en sus peores pesadillas, sólo salió un debilucho chillido. Al tipo no le importó que estuviera tullida y se le abalanzó encima jalándola de los pelos hasta tirarla al piso con todo y silla. La abofeteó un par de veces para que se callara y desanudando un paliacate que traía colgado al cuello, la amordazó. Con ojos saltones y acuosos, Clementina clamaba que no le hiciera daño. Asumió que la mataría y luego hurtaría las pocas pertenencias valiosas de su familia. Se sentía perdida porque aún no daba ni la una de la tarde y sus padres regresarían hasta la noche, ¿acaso el intruso lo sabía? Clementina sospechaba que sí, ya que no parecía correrle ninguna prisa y además estaba segura de haberlo visto ya varias veces a través de la ventana, escondido detrás del poste de luz de la esquina o tomando cerveza en la banqueta de la tienda de "Los 4 hermanos". Pero ya no pudo continuar sacando conclusiones porque el malvado hombre, sin importarle su estado físico, le dio otra fuerte cachetada y comenzó a quitarle la ropa, primero el suéter y luego con pena oyó como desgarraba la blusa hasta dejarla inservible. Cuando tuvo los senos a flor de piel y el tipo los empezó a sobar con brusquedad y luego a lamer y a darle desesperados mordiscos, prefirió ya no seguir oponiendo resistencia, de cualquier manera sus frágiles músculos estaban muy lejos de controlar al garrudo intruso y pensó que como sus pechos eran grandes como toronjas, quizá con tenerlos ya la dejaría en paz. Pero claro que no. Su suave piel jamás tocada por persona alguna, excitaron más a la bestia y de un momento a otro, con lujuria incontenible y una gran urgencia, la volteó, le bajó los pantalones junto con los calzoncillos para penetrarla furiosamente, una y otra vez, con bruscos empujones que provocaban que su cabeza chocara contra la mesa del comedor, pero el seguía incontenible hasta que un viscoso líquido provocó unas cuantas convulsiones más que fueron menguando de a poco.

Clementina se tiró de lado y lloró muy despacio para que el hombre no se enfureciera y fuera a hacerle algo más. Desde ese ángulo, vio como se frotaba el miembro sin dejar de mirarla para luego ajustarse la hebilla en la que se

distinguía un charro girando en círculos su reata, y salir con toda calma, por la misma puerta por la que había llegado. Así sin más, sin tan siquiera llevarse ni el billete de a cincuenta que dejó don Lucho para comprar un poco de pollo.

Arrastrándose, Clementina puso en orden todo el desastre del piso; luego se sujetó con fuerza de la mesa del comedor para incorporarse y alcanzar su silla de ruedas. A toda prisa, se deslizó a la cocina para echarle candado a la puerta por donde el tipo había entrado a casa. Los frijoles tenían rato que se habían secado. Después, escondió la blusa rota y se vistió de nuevo esperando que su madre no notara que se había cambiado porque de algo estaba segura, ni de loca les diría ni media palabra, si de por se sentía un estorbo para ellos, no les daría más problemas.

Pasaron los días y poco a poco Clementina fue superando lo que primero fue un terrible pánico a quedarse sola, los ascos que la habían hecho vomitar tan solo de recordar el ataque y de tener que meterse a bañar hasta tres veces al día con tal de pasarse el estropajo por todas las zonas donde el individuo le había metido mano.

En cuanto sus padres salían, aseguraba las puertas y abría sigilosamente un pedacito de la cortina para mirar a la calle. Ahí pasaba todo el día, esperando a ver si el hombre se apersonaba. Ya no la sorprendería porque entre sus ropas ocultó un enorme cuchillo.

Dos semanas después, lo volvió a ver justo como lo había recordado, con su cerveza debajo de la sombra del árbol de la tienda de "Los 4 hermanos". Era flaco y garrudo y la piel bien tostada, sin duda gente de campo. Usaba un vetusto sombrero tejano y de su barbilla salían unos mechones de pelos como chivo. Y no dejaba de voltear ni un segundo para la ventana.

Tenía que suceder. Clementina llevaba dos horas enteras espiando por la ventana y nada que aparecía, mas de pronto, nuevamente escuchó como forzaban la puerta del zaguán, de hecho, era lógico que el pequeño candado no resistiría, pero no tenía ningún otro. Con rapidez se refugió detrás de la mesa del

comedor y preparó su filoso cuchillo escondiéndolo en el chal. El hombre entró con pasos firmes hasta volverse a postrar frente a ella. Ninguno de los dos dijo en absoluto nada, sólo se miraron profundamente. Al caminar hacía ella, Clementina arrojó el cuchillo al piso y él se quitó el paliacate y lo aventó sobre la mesa ya que ambos sabían que no los necesitarían. Esta vez no hubo ataque, todo se dio, brusco sí, pero provocado por la ansiedad de la tregua de esas dos semanas y porque sencillamente era la única manera que conocían de hacerlo. Una extraña tormenta, fuera de estación, de horario y hasta de lugar, comenzó a repiquetear escandalosamente la casa; mejor, pensó Clementina, así podría desconectarse del mundo entero con mayor facilidad y sólo pensar en el maremágnum de sensaciones que estaba por venir. Cerró los ojos y se dejó acariciar los opulentos pechos coronados por unos pezones erguidos y deseosos; mientras él los chupaba y apretaba con fuerza, ella recorrió con las uñas toda la espalda hasta asirse de su cintura. El tipo gimió de placer y la recostó sobre el tapete; al penetrarla, ambos cuerpos se empezaron a enredar desesperados hasta quedar tumbados jadeando muy de cerca. Clementina escuchaba la agitada respiración del tipo rebotando contra su nuca, pero no volteó ni quiso enterarse en que momento fue que se marchó. Por su confundida mente sólo pasaba aquel recuerdo de lo único relacionado con sexo que había visto en su vida, hasta hace dos semanas. Le tocó una noche. Recién había acabado de cenar y se dirigía en su silla de ruedas rumbo al baño cuando escuchó un golpe seco tras la ventana. Por la altura que alcanzaba su mirada desde la silla, cuando abrió discretamente un rinconcito de la cortina, pudo ver a escasos centímetros el rostro de Rosa con los ojos chispeantes ya que el Rodrigo la traía bien atrincherada y mientras le daba tremendos empujones, le metía la lengua entera en la boca. El espectáculo le pareció asqueroso, tal cual sintió en el primer encuentro con el tipo, sin embargo, al igual que esa ocasión, a Clementina le caminó una tribu de ciempiés dentro de la panza hasta hacer que toditita su piel se enchinara. Pasaron varias noches para que pudiera conciliar el

sueño porque no dejaba de pensar en la respiración agitada y las chapas rosadas de satisfacción de la Rosa y ello provocaba que la tribu de ciempiés renaciera en su vientre.

Fueron muchas las noches de calentura en la que, entre inquietantes sueños, de forma instintiva, llevaba las manos a su entrepierna para encontrar sus calzoncillos completamente empapados. Cuando por fin reaccionó, notó que tenía las manos tocándose el sexo y al sentirlo de nuevo mojado, sintió arder sus coloradas mejillas.

Sí, sí sabía lo que era acariciarse los senos, sí sabía lo que era introducirse los dedos, sabía perfectamente lo que era un orgasmo, por lo que no le cupo ninguna duda de que sentir el miembro de piedra, las toscas manos dominándola y ver, oler, sentir, la boca del tipo bebiendo de sus pechos como si fueran dos tiernos cocos, no tenían ni la más remota comparación.

 

–Me llamo Hilario, –me dijo la siguiente vez que se introdujo en casa.

–Yo soy Clementina, –respondí desde mi silla de ruedas.

–Vengo a llevarte, –aseveró en tono seco.

–¿A robarme?

–Como quieras llamarle, pero tú te vas conmigo al rancho.

–Soy una inútil, no puedo pararme de esta silla ni hacer muchas cosas.

–Eso ya lo veremos. Agarra tus cosas.

Rápidamente, Clementina redactó una nota corta a sus padres: "no se preocupen por mi, ahora seré la carga de otra persona". Consiente de que a los hombres les daba mucha hambre, antes de abandonar la casa, tomó un paquete de alubias.

Llegaron al humilde cuarto del rancho e instalaron sus pocas cosas.

Con el correr de los años, Clementina le dio todo lo que tenía. Y aunque según ella no era nada, lo hizo de manera tan honesta, tan sincera y tan desinteresada que con ello le bastó para mantenerlo cerca veintitantos años.

Hilario nunca habló de ninguna otra mujer y para ella no fue difícil adivinar que aquella vez de sus diez y nueve años, había sido su primer encuentro sexual. Además, no le importaba preguntarle absolutamente nada, para Clementina era como un milagro que la vida los hubiera puesto en el mismo camino y lo demás salía sobrando.

La tarde en que Hilario cumplió 56 años, al llegar al cuarto del rancho, olió el inconfundible aroma de las alubias; Clementina había aprendido a prepararlas de diversas maneras y la preferida de Hilario era cuando le agregaba pimiento verde, pimiento dulce y chorizo. En una caja de madera, muy bien acomodada junto al petate, estaba su ropa recién lavada. El aroma a limpio y fresco le recordó tanto al zacate rociado de lluvia de su rancho que no pudo evitar cerrar los ojos por un momento y verse con su hermano Julio correteando una pelota en aquel tiempo en que lo único que importaba en el mundo era ver quien metía más goles.

Mientras su mujer cocinaba, observó el cabello que tantas veces había llamado su atención detrás de aquella ventana y se preguntó si algún día tendría el valor de confesarle que al conocerla, conoció la esperanza. La imagen de su busto descubierto por primera vez, dispuesto tan sólo para él, era la imagen más sagrada que tenía registrada. Se acercó por detrás a ella y rodeándola con sus recios brazos, apagó la lumbre de la estufa. Las alubias podían esperar un rato. Clementina lo acarició siempre dispuesta a saciar su sed carnal. Hilario la miró agradecido, siempre pensó que no encontraría, ni de chiripa, a una compañera. ¿Cómo iba a ser? Si de joven jamás le importó a persona alguna y no recibió cariño ni de su madre. Se sentía el ser más anodino de esta tierra, con una vida inútil.


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