Opinión

Neto

Por Alejandro Mier


Falleció.?

Ernesto D ?Gyves Infante, mi gran amigo de la niñez y juventud, se fue.?

Y ahora que justo empieza el recorrido de los recuerdos, mi querido Neto, te vi llegar de once años, sano, regordete y chapeado, a chiflar en mi casa para ver si podía salir a jugar.

Siempre callado. No decías una palabra más que las necesarias para comunicarte. A tu corta edad, la vida ya había comenzado a darte la espalda arrancándote de golpe, sin contemplaciones, a tus padres.

¿Qué podía hacer un niño tan noble, sin una guía, por este mundo?

Pobre de ti, amigo mío, eras como una tarde gris de tormenta incesante; sin embargo, tu rostro figuraba ser una gran mole de roca imposible de penetrar. Al verte, me preguntaba si en ese silente lapso de primaria, encontrabas algún lugar para desahogarte, pero aún lo dudo. Yo creo que todo ese llanto del niño que pierde a sus padres y nadie le explica más nada, se quedó en tu pecho, matándote de a poco.

¿Es posible que en los tíos y primos que te adoptaron, realmente cupiera tanta frialdad?

Vivías en una cárcel en la que la única manera de liberarte por ratos era sacando a pasear al “Skipy”, tu perro boxer, compañero también de mil batallas.

A ti, sería inadmisible dedicarte un “Andares” a manera de reconocimiento o despido porque tú, amigo, siempre estarás en mis recuerdos de niño, desfilando en mis historias de viejo. Como aquella vez, que el maestro de electricidad de segundo de secundaria nos correteó por el pasillo de los laboratorios al descubrir que falsificamos las calificaciones: “¡Mier y Deguives!” –Gritaba enardecido mientras se le salían los gallos–, “¡están expulsados de mi clase!” Jamás te escuché reír tanto. No sé si porque el maestro todavía traía colgada del saco la cola de papel que le pegamos, o porque el pinche naco nunca aprendió a pronunciar tu apellido: ¡Se llama D ?Gyves, no Deguives! le gritaban los compañeros.

Con nuestros pantalones grises a cuadros la secundaria transitaba y en un momento sin registro cambiamos las canicas por cruentas cascaritas de fútbol contra Amado y el Chico, los panaderos. Las apuestas se ponían “de a peso” pero ese toque majestuoso y la habilidad de la edad siempre nos sacaban avante; pobre de nosotros si no, ya que nunca teníamos para pagar.

Poco después, empinando un tarro de cerveza en la mesa del fondo de la “Ronda de Fernando”, nos cayó de tajo la adolescencia; Emmanuel estrenaba su “Caprichosa María” y su “Olor a hierba”.

En ese mismo escenario fue que planeamos huir de casa y así, con nada más que un cigarro en la boca, la calle nos brindó refugio. “Jamás dejes el hogar sin el Excélsior”, decía Raúl, “es el periódico más calientito para taparte en las noches,” y algo tenía de razón.

Al año siguiente, desde la recámara de la casa de mis padres, podía ver la bombilla encendida del cuarto de azotea que ese invierno alquilaste. Esa era la señal de que ahí estabas. No sabes qué triste era en navidad ver mi casa tan llena de amor sabiendo que tú estabas solo; ya para ese entonces nos habían prohibido la amistad y al igual que Ricardo, Coco o Mauricio, esperábamos el menor descuido de nuestros papás para escaparnos y llevarte un poco de pavo, algo de vino y mucha compañía. Sin embargo, cada vez era más inútil porque tu gran enemiga, la vida, te ganaba más trecho y a base de latigazos de soledad comenzaba a doblegarte estrechándote en las garras del alcohol. Por si no le bastara tratarte con la punta del pie, decidió llevarse a Mario, tu hermano mayor. Y claro, no lo hizo de una manera decente sino de la forma en que al parecer le gustaba hacerlo contigo: ensañándose.

¿Qué culpa podrías tener de haber crecido en esa situación?

Llegó otra Noche Buena, te llevé unos cigarrillos y conversamos alegremente hasta que cerca de las once treinta tuve que regresar a mi casa porque se iban a abrir los regalos y ni modo de no estar. Volví como a las dos y me senté a tu lado; estabas con la mirada fija, gelatinosa, mirando a la nada; algo musitabas y entre susurros te quejabas. Ya no te diste cuenta de mi presencia y nuevamente con tristeza, constaté que ni siquiera tu inconsciente había aprendido a llorar... esa puerta, simplemente estaba sellada. Me retiré a casa y antes de ir a la cama, la que por cierto estaba bien cobijada y repleta de hermanos, observé que la bombilla seguía prendida. Poco a poco el sueño me venció y ahora esa imagen vuelve a mí, porque, ¿sabes, Neto? Al marcharte, la dejaste encendida. Hay una luz aquí, que jamás se apagará.?

Fue precisamente en el callejón que daba a casa de Violeta, que decidí alejarme. No necesariamente de ti, ni de la banda. Era de la vida que estábamos llevando. No más cervezas banqueteras; no más farsas y engaños; no más robos inocentes; basta de desafiar a la buena suerte. A lo lejos, empezaba a vislumbrar un profundo barranco al que tú aparentabas tener mucha prisa por llegar, y al que yo no quería caer. Lo siento.

Aunque nunca me lo dijiste, sé que lo habrás tomado a mal. Te abandoné, pero era obvio que nuestros destinos se resistían a mantenernos por la misma vereda.

Por eso, ahora que por fin descansas, espero que antes de tu último respiro, no olvidaras reírte de esta vida terca que tanto se empecinó en llevarte la contra y la hayas mandado directo al carajo.

Qué pena Neto, no ver más tus tenis Adidas, tu pantalón de mezclilla y tu camisa del camello. Me dueles de veras, pero nada me hace más feliz que pensarte en el lugar que este mundo tanto te negó: los brazos de tu madre y la protección de tu padre.

Ahora puedo entenderlo. Guardar esa presa de lágrimas que llevabas en el corazón para desbordarlo, como aquella tarde de tormenta incesante, en un llanto de felicidad con tus padres, con Mario, fue muy astuto de tu parte.

Espero estés llorando así, amigo mío, porque yo como en aquellos tiempos y como siempre, te estoy acompañando.

 

 

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