Opinión

El dedo pequeño

Por Alejandro Mier

La familia Rodarte se detuvo un momento para ver el espectáculo del Mimo; al concluir, aventaron una moneda de diez pesos


–Señor Rodarte, pase usted. Ya lo esperan sus amigos en la mesa de siempre. –Dijo el gerente del burdel “La doña”.

–Gracias Negro, ¿cómo está el material hoy?

–Uuuyyy, jefecito, le va a encantar, nos llegaron unas pieles del norte que pa’ que le cuento. Pase y juzgue por usted mismo.

–Sale, –respondió Alfonso Rodarte aventándole las llaves de su auto–, ay te lo encargo, eh.

Era jueves de 2 x 1 en privados y a Alfonso se le hacía agua a la boca.

–¡Quiubo Poncho!, –grito Efrén al verlo aproximarse a la mesa–. ¡Siéntate mano, que hoy hay viejas nuevas!

Alfonso saludó al resto del grupo, se sirvió un Chivas Regal y aflojándose la corbata, le hizo la indicación a una mujer para que se le sentara en las piernas.

Mientras “la Amazona” se deslizaba por el tubo al ritmo de Copa - Cabana, dos chicas que esperaban pista, platicaban.

–Oye, ¿y esos quiénes son?, –pregunto Abigail.

–Son ejecutivos de una empresa rete importante. Han venido toda la semana, gastan harta plata y al final, cargan con varias chicas para seguir la fiesta. Dicen las que han tenido la suerte de que se las lleven que hasta cinco mil pesitos les han sacado por un rato. ¿Cómo ves? Yo que tú, me ponía viva. A ver si a ti sí te llevan porque hoy, yo de plano no puedo.

Abigail posó sus ojos de lince sobre el grupo. Los escudriñó uno a uno y tras hacer su elección, no volvió a dirigirles la mirada. Salió al escenario con firmeza, abriéndose paso entre las luces multicolores y a pesar de que no acostumbraba abrir así su show, se quitó de inmediato la blusa, dejando al público encantado con ese prodigio que la naturaleza le dio por pechos, enmarcados, por si fuera poco, con un musculoso vientre.

De la mesa de Alfonso no se hicieron esperar los gritos y aunque la chica parecía más entretenida en otras mesas, poco a poco se fue acercando al grupo. Al finalizar el baile, les dedicó sus mejores posiciones y sin siquiera mirarlos ni tomar los billetes que le ofrecían, recogió sus prendas y se perdió tras las luces.

Pasadas las dos de la mañana, todos los amigos de Alfonso ya traían compañía, sin embargo, él prefirió esperar.

–¡Oye Negro!, –gritó al encargado–, ven, toma estos cien pesitos. Lo único que tienes que hacer es traerme a la vieja grandota, la chichona.

–Uuuyyy, como no jefecito, la chica nueva… déjeme ver si la alcanzo porque se va más temprano. La verdad, que yo sepa, no es jaladora, pero déjeme ver que puedo hacer…

–Si me la traes, te duplico la propina.

–Ya rugió, señor Rodarte.

En breves instantes, Abigail salió del brazo del Negro y se retiró del lugar con Alfonso. Al llegar al departamento que tenían rentado para sus “juntas empresariales”, pronto no hubo una persona que trajera una sola prenda de vestir puesta. La fiesta estaba a todo lo que daba cuando Abigail tomó de la mano a Alfonso y lo encaminó a la habitación más lejana que encontró.

–¡Qué suerte tienes, perrazo!, –alcanzó a escuchar que le dijo Efrén antes de cerrar la puerta.

–Esta noche, voy a cumplir todos tus deseos… –susurró Abigail a Alfonso mostrándole sus hipnotizantes senos.

–¡No pares, no pares!

–Toma, –agregó ofreciéndole un trago de su copa–, bebe y hazme tuya, nene…

Abigail le empinó toda la copa y al observarlo, notó que la droga que le puso hacía efecto de inmediato.

Alfonso quedó inconsciente, para su suerte quizá un poco más de la cuenta, porque no le hubiera gustado ver lo que continuó: Abigail extrajo del bolso una pinza gruesa de punta muy afilada y sin siquiera calcularlo, como si fuera un oficio cotidiano, estiró el dedo pequeño del pie de Alfonso y de un violento apretón, lo cercenó enterito.

Cuando salió al pasillo para abandonar el lugar, no había un alma sola, el departamento destilaba lujuria y alcohol.

 

II

Seis meses atrás, Alfonso trabajaba en su despacho cuando apretó el timbre para llamar a su secretaria.

–¿Me llamó, señor?

–Sí, Noemí, ¿podrías venir un segundo?

Al entrar, Alfonso le pidió que cerrara la puerta con seguro y se acercara a él.

–Pero Poncho, todavía son horas de oficina, –respondió Noemí desabotonándole la camisa.

–Tú sabes que no me importa. Lo único que deseo es estar junto a ti, ¿cuántas veces te lo he dicho?

Noemí se sentó en el escritorio, justo frente a su sillón, como a Alfonso le gustaba, y dejó que le subiera la falda a la cintura. Al comenzar a hacer el amor, le cuestionó:

–¿Cuándo podré tenerte así, nada más para mi?

–Sabes que muy pronto, ya estoy tramitando el divorcio. No soporto más estar al lado de la bruja de Emilia. Es un suplicio también para mí el no despertar cada mañana abrazado a ti. Eso es lo que más feliz me haría en la vida, que tu rostro sea la primera imagen que llene mi día.

–¡Alfonso…! –Murmuró apasionada Noemí, entregándose sin más preguntas.

La relación tenía cerca de un año y Noemí sentía tan sincero a Alfonso que había construido un castillo de sueños con sus promesas.

Por la tarde, Alfonso había acudido a una junta de Consejo cuando llegó a la oficina la señora Emilia Rodarte. Usaba exactamente el mismo atuendo del día que invitaron a casa a comer al embajador con su esposa; zapatos de tacones que combinaban a la perfección con las medias y falda negra de piel, resaltando sus amplias caderas; blusa de seda color mamey, dejando asomar un caro brassiere de encaje que sostenía a duras penas los grandes pechos

amenazantes con reventar los botones en cualquier momento. El perfume francés solo era un detalle adicional. Entró al despacho de su esposo y casualmente le pidió lo mismo que Alfonso, que cerrara la puerta.

–Mira, pinche zorra, –maldijo mostrándole unos boletos de avión a las Bahamas que ella misma le había tramitado a Alfonso–. Me voy con mi esposo de segunda luna de miel, ¿qué te parece? ¡Jajaja! ¿Pero por qué pones esa carita? Ternurita… no me digas que le creíste todas las sandeces que seguro utilizó para seducirte.

–Pero, es que él me juro que ustedes…

–¿Qué? –Interrumpió la señora Rodarte–, ¿qué nos íbamos a divorciar? Por lo visto resultaste más ingenua de lo que imaginaba. Eres la tercera que embarca con lo mismo desde que nos casamos. Pero te tengo una mala noticia, Alfonso y su dinero, son sólo míos. Yo sé todo sobre ustedes desde hace meses, y si lo dejé pasar es porque no esperaba que Alfonso durara tanto con un bicho como tú. No, no, mi cielo, no hagas puchero, eres una caricatura, jaja. ¿Sabes que me dijo ayer que terminó por confesarme todo? –y arremedando la voz y postura del señor Rodarte, continuó–, que tú le eras tan insignificante, ¡como el dedo más chico de su pie! ¡Jajaja!

Noemí se tapó el rostro con las manos y creyó por completo las palabras de la señora, ya que esa era una frase que Alfonso ocupaba constantemente cuando trataba de mancillar a sus enemigos. Se sentía humillada, traicionada. ¿Para qué darle tantas alas de algo que ella nunca le exigió? Ese maldito le acababa de asestar el golpe más duro de sus días.

Aun con un atisbo de esperanza, ciego como es el amor, a la mañana siguiente se presentó a trabajar. Alfonso ya se encontraba en su oficina así que, humildemente, entró hecha pedazos y rogando al cielo un milagro, murmuró:

–Ayer estuvo aquí tú esposa.

–Aja, ¿y?

–Me dijo que te ibas con ella de viaje… de segunda luna de miel... me insultó… ¡y me dijo que yo a ti no te importaba! – Completó llorando.

–Vaya, qué decente se vio Emilia. No cabe duda que es toda una dama. ¿No te das cuenta de que todo es verdad? Eres increíble. Pero mira, –agregó entregándole unos documentos–, voy a hacer algo por ti, por los buenos tiempos; ten, esta es tu carta de renuncia. Ya di instrucciones de que te liquiden generosamente y hasta una carta de recomendación te va a dar el contador. Y ahora lárgate y para la tarde que sale mi vuelo ya no quiero verte por aquí, ¿entendiste?

Noemí lloró el resto del día y hasta muy entrada la noche que llegó a casa su hermana Abigail, pudo desahogarse contándole su pena.

 

III

Un par de meses después del penoso incidente con las chicas del prostíbulo, Alfonso paseaba por la Alameda Central con Emilia y sus dos hijos. La explanada efervecía de vida y de fiesta. La gente se peleaba los pambazos, quesadillas y hot cakes con su cajeta desbordándose por doquier. La música de la estudiantina se mezclaba con el escándalo de la rueda de la fortuna y el resto de los juegos de la feria.

La familia Rodarte se detuvo un momento para ver el espectáculo del Mimo; al concluir, aventaron una moneda de diez pesos, en el morral de su ayudante y al dar la vuelta para retirarse fue cuando se toparon de frente con ellas.

–¿Qué te pasa cariño? Cualquiera juraría que viste un fantasma, –se burló Noemí.

Alfonso quedó impávido y no alcanzó a decir ni media palabra.

–¿Noemí? –Preguntó consternada la señora Rodarte– y viendo lo descompuesto que lucía Alfonso, le cuestionó molesta, ¿a esta otra también la conoces?

–Este, yo… no… pero…

–Qué bárbaro, estas parejas de hoy en día parecen que no tienen comunicación, –dijo Abigail–. Vamos corazón, ¿por qué no le cuentas a Emilita como fue que nos conocimos? ¿No me digas que, siendo una pareja tan unida, no le cuentas de tus parrandas en el burdel de “La doña”? ¡Vaya noche tan candente! ¿No crees Ponchito?

Alfonso tomó del brazo a su esposa e hijos e hizo por alejarse, pero las hermanas nuevamente se interpusieron en su paso y ahora fue Noemí la que acercándose a escasos centímetros de distancia de Emilia le susurró:

–Qué ironías de la vida, ¿no te parece zorrita? Al parecer, aquí todos nos equivocamos: Alfonso por engañar a la mujer no indicada; yo por enamorarme y dejarme engatusar como colegiala; y tú al creerle que su dedo chico no le importaba…

–Ten, –le dijo Noemí poniendo sobre su mano un frasco pequeño que contenía el dedo–. Allá en la esquina hay un bar muy romántico al que Alfonso me traía con frecuencia; tal vez te quiera invitar un trago para platicarte cómo es que perdió su dedo… Míralo, pobrecito, se ve tan indefenso con su bastón.

Alfonso sintió que las luces de la feria se habían vuelto locas y vertiginosas se precipitaban hacía él. Para no caer, se agarró del hombro de su hijo y a pesar de las nauseas, mientras Noemí y Abigail se retiraban juguetonas, pudo captar en el ambiente ese olor tan de ellas que ahora lo llenaba todo.