Opinión

Terremoto

Por Alejandro Mier

Era la mañana del 28 de julio de 1957 y la Ciudad de México acababa de vivir uno de los temblores más intensos de la historia sísmica de nuestro país.


–¡Luis! Apresúrate, ya es tardísimo. –Gritó María a su esposo. Después, se dirigió al cuarto de lavado y apuró a la muchacha de la casa.

–Gloria, por favor ve a cuidar a los niños, mi esposo y yo vamos a hacer unas compras, no tardaremos mucho.

–Si, señito. No se preocupe por nada.

Ambas se aproximaron a la habitación de los pequeños y sorprendieron a Luis jugueteando con ellos. Eran unos preciosos cuates de diez meses de nacidos. Marijó había visto primero la luz del mundo y tres minutos y veinte segundos después, lo siguió Guicho, el tremendo Guicho, siempre tan inquieto, tan parecido a su padre.

–¡Anda, viejo! Ayúdame a sacar las bolsas del mandado.

Luis beso a sus bebés y al salir le hizo la broma de siempre a Gloria “¡Cuídalos con tu vida, Gloria, que dios sabrá agradecértelo!”

–Pierda cuidado, señor, –era la respuesta ensayada de la matrona oaxaqueña.

Gloria cargó a Marijó y lo puso en la cama; después tomó a Guicho entre sus brazos y fue justo cuando escuchó que la puerta de la cocina, donde aún estaban sus patrones, se azotó con gran brusquedad. Quiso asomarse para ver de que se trataba cuando sintió que la tierra se movía acompañada de un ruido infernal. “¡Mis hijos!” Fue lo último que alcanzó a escuchar antes de ver con sus propios ojos como se venía abajo la casa. Aún con Guicho en brazos, cogió a Marijó e intentó protegerlos escondiéndolos debajo de la cama. Para su fortuna, el terremoto fue más rápido que ella y muros y techo comenzaron a caer sorprendiéndola cuando aún estaba a un lado de la cama, exacto en el sitio donde muchos años después los expertos en sismos lo ubicarían como el lugar más seguro para colocarse en un temblor, “el triángulo de vida”.

Colocó a los niños debajo de ella y quedando en cuclillas, los cubrió con todo su cuerpo mientras la casa se desplomaba por completo. Instantes después todo había pasado. Era la mañana del 28 de julio de 1957 y la Ciudad de México acababa de vivir uno de los temblores más intensos de la historia sísmica de nuestro país. El sismo de 7 grados en la escala de Ritcher convirtió en una aparente zona de guerra las avenidas Insurgentes, Reforma y Bucareli.

El Ángel de la independencia, símbolo capitalino, yacía derrumbado.

 

“A la ru ru nene, a la ru ru ya, duérmanse mis niños, duérmanseme ya”, les cantaba Gloria a los pequeños esperando que se tranquilizaran ya que era la canción que su madre les entonaba cada noche. Habían pasado más de veinticuatro horas y en medio de esa total oscuridad, Gloria apenas y podía cambiarse de postura para no aplastar a los pequeños. Casi no sentía su mano izquierda ya que había caído una gran loza mutilándole de tajo la mitad del dedo meñique.

Agudas punzadas torturaban todo su ser, pero nada quebrantaba su fortaleza. Cuidaría de los niños hasta el último momento.

Al principio, todo era llanto, pero después, a base de palabras tiernas y caricias, logró serenarlos, incluso de vez en vez, les gastaba bromas para escucharlos reír. Los días comenzaron a correr. Gloria los amamantaba, pero llegó un momento que perdió toda esperanza: de sus pechos no salía ni una gota más de leche, estaba sumamente débil, seguramente a causa de una lesión interna. Un día más sin agua, sin comida. El oxígeno se agotaba. Gloria, con mucho apuro, jaló con su pie una camiseta, orinó en ella y dio de beber a los niños; después ella misma se refrescó el rostro y los labios. “No puedo más, no puedo más”, se repetía a sí misma, pero una fuerza sobre humana le impedía doblegarse.

Aunque ellos no lo sabían, era su quinto día bajo los escombros cuando un ruido sordo, seguido de varios martilleos, despertó a Gloria y su vista fue cegada por un rayo de luz. La nana oaxaqueña sonrió, sonrió muy feliz, en el fondo del hoyo se asomaba un hombre con casco. Esa fue la última imagen que paseó por su mente. En ese instante, por fin, descansó en paz.

Como intuyendo la irreparable pérdida de su salvadora, Marijó y Guicho, explotaron en llanto y esos mismos chillidos guiaron a los socorristas hasta ellos.

Mientras les aplicaban los primeros auxilios, dos enfermeros platicaban consternados:

–Es un milagro. Los cuates están con vida. No se como lograron sobrevivir tantos días. No tienen un solo rasguño. Desafortunadamente, la mujer morena, que debió ser su nana, falleció y sus padres corrieron la misma suerte, los cuerpos fueron hallados bajo la cocina de la casa.

La estela de muerte y destrucción que dejó a su paso aquella furia telúrica, con el transcurrir de los días y gracias a la desinteresada conciencia cívica cuya bellísima solidaridad se mantuvo viva, poco a poco se fue recuperando.

Marijó y Guicho se dieron en adopción y aprendieron a caminar mientras el mismo país también se ponía de pie.

Pasaron los años y ya en la adolescencia, Marijó cuestionó a Guicho un necio pensamiento que continuamente enfrentaba:

–Hermano, ¿tú crees en la reencarnación?

–¿Estás loca? ¡Qué gran tontería! ¿De dónde sacaste eso?

–Lucero, mi compañera del salón, dice que todos pasamos por siete vidas para alcanzar la paz, la bondad y la perfección eterna como seres humanos.

–No lo sé, lo que me dices es muy extraño, pero te confieso que a veces pienso en ello.

–¡De verdad! –Interrogó sorprendida Marijó–, ¡Guicho, ese pensamiento me ha seguido toda mi vida!

–Si, si… pero ¿por qué?

Guicho dejó que Marijó descansara la cabeza en su hombro y así permanecieron largo rato, abrazados, sobándose el cabello, escuchando su respiración.

–Guicho, ¿tú recuerdas a nuestros padres? –Preguntó Marijó conservando la misma posición.

–A veces creo ver, entre nubes, sus rostros… riendo cariñosos.

–Las imágenes que por momentos me llegan de ellos, son muy vagas, pero ¿sabes qué si tengo muy presente, sellada aquí en mi frente? la bondadosa cara de Gloria, ¡qué valiente!

–¡Oh, sí! Ese inolvidable rostro de virgen morena…

 

Para el año de 1985, Guicho tenía tiempo que radicaba en Italia. Lo habían becado para hacer una maestría en artes y ahora vivía con una compañera mexicana, en Florencia. Marijó trabajaba en el área de comunicación del Departamento del Distrito Federal.

La mañana del 19 de septiembre, la tierra nuevamente se movió, todo crujía; ante los incrédulos ojos de decenas de espectadores, el edificio Nuevo León en Tlatelolco, se vino abajo e inmediatamente una enorme nube de polvo lo oscureció todo. Después, sólo quedó el silencio.

El terremoto que comenzó a las 7:19 A.M. duró 90 segundos y alcanzó los 8.1 grados en la escala de Ritcher; al día siguiente, a las 19:20 hrs. una réplica un poco menor de intensidad vino a terminar de echar abajo muchas de las construcciones dañadas. Tal fue el caso de 400 edificios, incluyendo hospitales como el Juárez, y el General; condominios como el multifamiliar Juárez, escuelas y el emblemático Hotel Regis.

Marijó había sido encomendada para levantar testimonio en video de los acontecimientos. Salió a las calles con la clara instrucción de mantener todo en secreto. Las cifras oficiales hablaban de 6 mil muertos, pero organizaciones civiles contaban más de 45 mil.

A su paso por la ciudad todo era devastación, soledad, olor a putrefacto y un mortal silencio que de vez en vez era penetrado por un desgarrador quejido proveniente de los escombros.

El mensaje gubernamental no se cansaba de decir: “México sigue en pie”, pero la verdad es que durante esos días la incompetencia e inmovilidad del gobierno habían creado un vacío de poder. El coraje contra el PRI y el presidente De la Madrid era muy grande. Por ello, por increíble que parezca, a tan solo media hora del sismo ya había una organización civil. Miles de Mexicanos provenientes de todas las clases sociales arriesgando su vida por gentes desconocidas bajo una misma manda: salvar a sus compatriotas.

Marijó presenció emocionada como los brigadistas sumaban voluntades para rescatar a los sobrevivientes atrapados en los escombros, cuyo reporte final fue de 4,100 personas. Vivía el momento exacto en que la fisonomía y la vida social y política de México, daba un vuelco. Después del temblor del 85 ya nada sería igual.

Siguió su recorrido por las zonas más afectadas. A pesar de que estaba agotada, decidió visitar una avenida más y ahí, de nuevo se llenó de orgullo al ver una cadena humana intentando rescatar gente. Preparó su cámara y comenzó a grabar, sin embargo, ya que estaba muy cerca del derrumbe notó que los líderes de esa brigada eran “los Topos”, el ya famoso grupo de rescatistas que retaban con valentía a la muerte, introduciéndose por diminutos espacios de las ruinas para salvar más vidas. Lo que escuchó la dejó congelada.

–¡Silencio! –Gritó el Topo–, ¡se oye algo y necesito silencio!

–¡Son llantos de niños… y bebés!

–¡Si! Esta era una pequeña clínica infantil… –agregó una vecina del lugar.

Estaba por repetirse otro acto heroico como el de “Los niños del milagro” rescatados del Hospital Juárez y del Infantil… o como el propio rescate de Marijó y Guicho, veintiocho años atrás.

Marijó entregó la cámara a su compañero y corrió a unirse a la fila.

–¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Es un nene! –Aulló el Topo.

La gente comenzó a aplaudir con los rostros anegados en lágrimas. Cargaron al bebé de mano en mano, pasando por Marijó, hasta llegar a la ambulancia.

Luego, un segundo bebé. Cuando el tercero fue sacado del edificio, todo para Marijó se detuvo y comenzó a pasar como en cámara lenta. Mientras lo iban pasando la gente lo acariciaba, era como el nuevo símbolo de vida mexicana. Pero había algo más, algo que a Marijó la había transportado a aquel oscuro lugar donde sobreviviría tantos días, sin embargo, el sentimiento no era de miedo, ni de angustia, era de un inmenso amor y agradecimiento. Al llegar la bebé a sus brazos, comenzó a cantarle “a la ru ru nene, a la ru ru ya…” para calmarla y de pronto, de golpe, la nena calló, sus miradas colisionaron y Marijó estuvo a punto del desmayo.

–¡Pronto! ¡Llévenlas a ambas a la ambulancia!

Mientras estaba recostada inhalando alcohol, Marijó observó a los socorristas dando los primeros auxilios a la pequeña.

–¿Qué tenemos?

-Es una criatura de quizá tres semanas de nacida.

–¿Señas particulares?

El enfermero tardó un poco en responder mientras la auscultaba.

–¿Y bien?

–…Tez morena, cabello azabache; ¡mira! Tiene una pulserita con su nombre, se llama…

–Gloria… –Intervino la débil voz de Marijó desde su camilla.

–Sí, dijo el rescatista, la muchacha debió ver también su pulsera, se llama Gloria y observa, –le dijo a su compañero sin soltar la manita de la nena–, …parece un defecto de nacimiento… le falta la mitad del dedo meñique.

Marijó tenía la vista al cielo, su rostro destellaba un inmenso halo de luz.

 

 

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