El evangelio de este tercer domingo de cuaresma (Jn 2, 13-25), nos habla de la expulsión de los vendedores del templo. Lo primero que nos impresiona de este pasaje bíblico es que la conducta de Jesús no es aquella más frecuente que conocemos de nuestro Señor como modelo de mansedumbre y paciencia, más bien aparece su humanidad, y con ello su identificación con el ser humano, asumiendo las fragilidades de la condición humana. Con la reacción de Jesús en el templo de Jerusalén, antes que ver un gesto de ira o de venganza contra aquellos comerciantes, se puede observar un signo que revela el respeto del hijo de Dios por lo sagrado.
En este sentido, con la expulsión de los vendedores del templo, además de restituir el carácter sagrado de aquel lugar, como lugar de oración y de encuentro con Dios, podemos percibir otro elemento importante. En efecto, dice Jesús: “Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré”. El evangelista san Juan, nos aclara que se refería al templo de su propio cuerpo. Con ello Jesús nos ofrece la clave de interpretación y el sentido de esta narración. Jesús inaugura el inicio de un nuevo culto que ya no se centrará en un lugar material como sería el templo de Jerusalén, sino en la misma persona del Hijo de Dios.
El nuevo templo de Dios, no será ya un espacio material, sino una persona, la persona de Jesucristo nuestro Señor. Él se presenta ahora como el nuevo templo de Dios. Su Palabra, sus milagros y todos los signos que le acompañaban revelan su divinidad, Cristo es la manifestación de Dios; él es el lugar privilegiado de la presencia divina, Jesucristo es la epifanía del Padre, quien se encuentra con él se encuentra con Dios. Por eso el apóstol San Pablo dice lo siguiente: en él habita toda la plenitud de la divinidad (Col 2, 9) y en otro pasaje del evangelista San Juan, Jesús le dice al apóstol Felipe: el que me ve a mi ve al Padre. También al apóstol Tomás, Jesús le revela: yo soy el camino, la verdad y la vida.
Esta reflexión sobre el templo de Dios culmina en la revelación cristiana que también nos refieren varios pasajes del Nuevo Testamento, donde se dice que por medio del bautismo, cada persona adquiere también un carácter sagrado. Por medio del sacramento del Bautismo, nos convertimos en templos vivos de Dios. Porque el Espíritu Santo pone su morada en nosotros. Por lo tanto, cada persona está llamada a reflejar esta sacralidad con su vida, su testimonio y manera de ser cotidiana.
Además de esta presentación de Jesús como el Nuevo templo de Dios, el relato de la expulsión de los vendedores del templo es una clara alusión al misterio pascual para el que nos estamos preparando al final de la cuaresma. El misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Jesús experimentará el rechazo y será llevado a la muerte pero al tercer día resucitará.
Con esta reflexión de base, es necesario también hacer una breve reflexión antropológica. Cada persona es también un lugar donde habita Dios, es en ese sentido, un templo sagrado que goza de una dignidad. Dicha sacralidad exige que se le trate con respeto. Lamentablemente esta sacralidad muchas veces es también profanada cuando a los seres humanos se les trata como una cosa o como una mercancía; cuando se les manipula o se les obliga a conducirse de alguna manera. Cuando se cosifica a alguien y se le trata como una mercancía, se está negando y ofendiendo su dignidad humana. Esto desde luego es también un atentado que ofende a Dios.